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    Argentina, año verde: estudian y salen con un trabajo asegurado

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    Argentina, año verde: estudian y salen con un trabajo asegurado

    El Instituto Sabato da Ingeniería en materiales. Sus alumnos egresan con promedios bárbaros y siempre los contratan.
    Toman clases 50 horas semanales. Es gratis, les dan $ 600 y hay dos profesores por cada uno de ellos.

    Pablo Hacker
    phacker@clarin.com

    No parece el Gran Buenos Aires de una Argentina en crisis. Escondido entre la General Paz y la avenida Constituyentes, detrás del enorme gasómetro en desuso, hay un lugar donde los jóvenes pueden estudiar como si estuvieran en la mejor universidad europea. El Instituto Sabato –fundado por el físico e investigador Jorge Sabato hace 15 años– (ver Un...) es un oasis de conocimiento donde algunos tienen la suerte de poder refrescarse.

    Allí se da la carrera de Ingeniería en Materiales, además de posgrados y maestrías. Los alumnos no pagan nada por cursar, reciben $ 600 por mes para el alquiler y la comida, y tienen un profesor cada dos estudiantes. El instituto ostenta además una valiosa medalla: el promedio de egresados más alto de todo el país. Las aulas se inundan con la luz natural que entra desde el parque, donde los chicos se juntan entre clases para charlar, comer y hasta improvisar un picadito. Al lado de la sala de computación –con máquinas conectadas a Internet de acceso gratuito– hay una mesa de ping pong y un comedor.

    “Estamos muy cómodos, por suerte. Nuestra vida transcurre acá adentro porque llegamos a cursar 50 horas semanales”, desliza Pablo, uno de los estudiantes. No muy lejos, camuflado dentro de lo que parece un edificio normal, hay una gran sorpresa: un reactor nuclear pequeño, que utiliza la Comisión Nacional de Energía Atómica para sus análisis. La CNEA le presta todas las instalaciones al instituto, que depende de la UNSAM. Sólo hay dos universidades más que dan la materia: la de Mar del Plata y la de La Plata. Aquí estudian 50 alumnos (otros 50 cursan el posgrado y la maestría).

    El presupuesto del instituto es cercano al millón de pesos, aportados por el Estado y también por empresas como la Fundación YPF y Techint. El rédito es mucho mayor que la inversión: por año egresan 10 ingenieros, que conocen a la perfección cuál es el mejor material para armar desde una planta petrolera hasta un implante dental novedoso, pasando por un módulo lunar o un corazón artificial. José Galvele, director del Instituto, cuenta una historia que ilustra la importancia de los ingenieros en materiales: “En la frontera franco suiza están construyendo un equipo llamado Atlas, a 200 metros bajo la tierra y que tiene un radio de 4,3 kilómetros.

    El monumental artefacto se va a inaugurar en 2007 y servirá para reproducir las condiciones en el espacio antes del Big Bang. Este aparato tiene 370.000 tubos de bronce, por donde pasarán las partículas. Pero se desgastan con facilidad bajo determinadas condiciones. El costo de la obra es varias veces millonario. Y este problema es conocido desde fines del 1800, cuando en plena Guerra Boer en Sudáfrica se supo que los cartuchos ingleses de bronce no eran resistentes. Yo descubrí que en la obra se repetía este error, pero no lo habían notado”.

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    POCOS. HAY 50 ESTUDIANTES. POR ESO QUIEREN PROMOCIONAR LA CARRERA.

    Galvele publicó su investigación en Internet, “para que todos tengan acceso a ella”. A pesar de ser un espacio público, y a diferencia de la Universidad de Buenos Aires, en el instituto sobra lugar. “Podemos recibir al doble de alumnos de los que hay hoy. Tenemos poca publicidad y eso nos juega en contra”, reconoce Luis de Vedia, director de la carrera. Los requisitos (ver Informes) para entrar son haber cursado dos años de cualquier Ingeniería, y claro, estar dispuestos a dedicarse cuatro años full time. La recompensa resulta tentadora. Todos los egresados entraron a trabajar en grandes empresas o se dedican a la investigación.

    “El 100 % consiguió empleo, un 30 % en el exterior”, explica De Vedia. “El instituto es nuestra casa”, explica Santiago Quiroga (27), un mendocino que se mudó a un departamento en el centro de San Martín para cursar la carrera. “Vivo con dos compañeros, en un departamento que nos consiguió un profesor”, cuenta en el recreo. “Acá no sos un número, nos conocen por el nombre y podés tocar la puerta del profesor para preguntarle lo que sea. Además, estamos becados para que no tengamos que trabajar”, dice entusiasmado, mientras relojea el aula para no perderse el comienzo de la clase. En la biblioteca –una de las más completas en ingeniería–, un grupo de cuatro chicos se concentra sumergido en un libro de química. “Nos sentimos cómodos. Hay una combinación de excelencia académica y buen trato que no es nada fácil de encontrar en otras universidades públicas o en las privadas”, asegura Francisco.


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